Manuel Sotelino
La carretera cruzaba de parte a parte el pequeño poblado. Sí, la carretera. Con un antes y un después delimitado por un comienzo y un fin. El poblado sabía muy bien la importancia que tenía la carretera. Gracias a ella el poblado había crecido y se había transformado en otra cosa más contundente.
Prácticamente todos los habitantes estaban de alguna forma vinculados a la carretera. La carretera había brindado prosperidad a todos, y todos vivían de ella. Hasta doña Marina, la más anciana de todos los vecinos, que consiguió vivir gracias a la carretera, pues en un principio ocupaba el puesto de señora del registrador de la propiedad. Pero para cuando el registrador de la propiedad decidió transitar de este mundo al otro, doña Marina logró dar el salto al otro arcén y llevó a cabo lo que siempre pensó que era un negocio redondo: abrir una tienda de neumáticos recauchutados.
Pero además, en el poblado, había gasolineras, tiendas de golosinas para hacer más dulce el viaje de los forasteros, la familia Rupérez, que siempre regentó el hotelito del poblado, y ventas de comidas baratas, taller de capa para un repaso al coche, o el de puestas a punto y control de los niveles del motor. Así que la carretera era tradicionalmente una fuente de riqueza para todos, aunque también de pesadumbre y peligros.
Como una espada de Damocles, el filo oscuro de la carretera apareció un cinco de mayo de hace ya mucho años. De un tajo seco y violento, la carretera se llevó a Andrés el pastor de cabras. Con él también se fueron hasta ocho de sus cabras, que todo hay que decirlo. Todos los vecinos del pueblo comentaron al día siguiente que aquello había sido una venganza de la carretera contra Andrés, pues fueron muchos los descargos que el famoso cabrero había extendido al Ayuntamiento para que cortaran la carretera de una vez por todas. Sustentaba su criterio en el continuo peligro que el tráfico rodante significaba para sus pobres cabras y sus dos perros pastores —Huracán y Tronío— que todos los días hacían amagos de cruzar la carretera sin prestar la atención debida. Pero lo que Andrés el pastor de cabras desconocía era que tanto un perro como otro tendrían que relamer sus heridas a pie de carretera cuando una hormigonera acabó con la vida de su amo.
Un día, ocurrió
que hubo un accidente a la altura del poblado producida por una fuerte colisión
entre dos automóviles. El suceso vino acompañado de vigorosas luces
centelleantes que alumbraban el lugar a altas horas de la madrugada. Desde los
ventanucos de las casas tan sólo se apreciaban las luces amarillas que se
entrelazaban con los azules añil de 
Pero la carretera también necesitaba de cuidados que no eran intensivos pero que tampoco se podían dejar pasar por alto. Cada cierta fecha, al poblado llegaban los operarios de mantenimiento para asfaltar —si era necesario— o reparar posibles baches o socavones. Uniformados por unos monos de trabajo color amarillo fluorescentes, aquello señores aterrizaban durante unas horas y lograban hasta cortar el tránsito ordinario de vehículos. Una suave mano acariciaba aquella banda gris de asfalto para dejarla más limpia que los chorros del oro. A la caída de la tarde, aparecían otros operarios —esta vez vestidos de naranjas reflectantes— que pintaban rayas continuas o discontinuas así como las recias y blancas líneas de los arcenes. Para las gentes del poblado, aquellos eran como los maquilladores de la carretera. Daban el punto final y remataban el trabajo de mantenimiento. Como estaban tan bien valorados por todos los vecinos —siempre que llegaban era para engalanar y embellecer aún más la carretera— la jornada final de su trabajo se remataba con una pequeña fiesta, donde corría el vino de la tienda de don Eustaquio y las habitaciones del hotelito de los Rupérez estaban a disposición de aquellos “maquilladores maravillosos”. Fruto de aquel frenesí de fiesta y descontención de los denominados bajos instintos, Rodolfo Escámez, funcionario del Ministerio de Fomento que tenía treinta y seis años de edad, sobrepasó el umbral de lo definitivo con Micaela Sarmiento, una jovencita de diecinueve años de edad e hija del secretario del Ayuntamiento de la población, el cual tuvo que dar fe públicamente de que aquel casamiento entre su retoño y el “embellecedor de carreteras” era un ofrecimiento a Dios Nuestro Padre por amor, y no por tener a la espera a un jovencito de nuevo cuño que posteriormente heredaría de su padre el afán y el cariño por delimitar las líneas de los arcenes con un cierto toque de romanticismo artístico. Rodolfo fue feliz con Micaela y Micaela siempre dio una misma respuesta de reciprocidad a su marido. Por eso, pintar la carretera, para las gentes del poblado, era un momento muy importante en el ritmo ordinario de sus vidas.
Y así fueron sucediéndose los capítulos vitales de la carretera que poco a poco fueron dando vigor y enjundia a la población de forma y manera que llegó un día en el que, como en la teoría del huevo y la gallina, no se supo nunca qué fue primero si la carretera o el poblado. En los viejos anales del lugar jamás se hizo mención a cómo se produjo la concatenación de efectos y causas. De modo que no se supo nunca si aquello fue un poblado construido para dar impulso a la carretera o si, al contrario, fue la carretera un fenómeno posterior que tenía como fin principal unir al poblado con el resto de la civilización “¡Qué más da!” —dijo un día el alcalde. Y así se quedó zanjado aquel asunto.
Por supuesto que el día de la festividad del pueblo era el de San Cristóbal, patrón de los viajeros y conductores, así que cuando llegaba su festividad el diez de julio, se llegaba incluso a cortar la carretera con la finalidad de que los conductores que pasaran por el viejo poblado se les invitara a tomar una copa que siempre era una exquisita sangría compuesta por frutos del tiempo y el excelente aguardiente que destilaba don Leonardo de sus cepas cargadas de uvas y esencias. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ya no se solía ofrecer sangría a los conductores, pues es contraproducente beber y conducir. A la llegada de la tarde en la pequeña ermita del poblado, se sacaba en una preciosa parihuela decimonónica a un san Cristóbal que era un doncel guapo y apuesto. Se recuerda cómo un año, en plena procesión, San Cristóbal escupió una lágrima viva y brillante como el crisol. Todas las gentes allí congregadas se pusieron de rodillas ante el santo llorante. Aquel fenómeno logró calmar el anárquico tráfico mientras amainaba la tarde.
Sólo Dios sabe
qué signo Divino fue aquel suceso que dejó perplejo a muchas de las gentes que
vivían a kilómetros a la redonda. Algunos vecinos lo achacaron a años de
lluvias y prosperidad que debían de venir; otros menos optimistas, pensaron que
aquello tenía un significado de final opaco. Exactamente doce meses después de
aquel fenómeno, la carretera se había convertido en una pista de aterrizaje de
aviones civiles y militares. Las casas estaban vacías y el hotelito de los
Rupérez deshabitado y melancólico como el tronco de un árbol seco. La carretera
seguía viva y un poco asolada, aguantando los envites de aquellos buitres de
hierro que golpeaban sin rubor el asfalto tan cuidado y bien pintado de otros
tiempos. Aquello sucedió hace ya muchos años. Y nadie supo nunca qué fue
primero: si el pequeño poblado o la carretea. 
