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jueves, 7 de julio de 2022

Breve reseña de unos Sanfermines vividos en 2005

Pisar por primera vez el coso de Pamplona fue como entrar en una discoteca a la hora punta o dar el parte de guerra en medio de un fuego cruzado. La algarabía que ambientaba la corrida de toros entraba dentro de lo genérico entre los nativos del lugar, pero al visitante que llegaba con la hora encajada en el trasero –como era mi caso- el espectáculo visual se hacía indescriptible. Las peñas daban lo mejor de sí mismas mientras que ríos de tinto encharcaban las andanadas cayendo en catarata de alegría y cánticos por los tendidos soleados. Todo color, todo ruido y todo envuelto en un movimiento arrítmico y no por ello menos bello. Sonaban las trompetas de las peñas y los tambores se cruzaban entre el desconcertante baile de los mozos que no paraban de saltar y brindar por San Fermín. La fiesta, como dijo Hemingway, había explotado con el chupinazo del día seis y aún quedaban cinco jornadas de fuertes sensaciones por delante. 

La capital de Navarra siempre se ha distinguido por su particular forma de entender las corridas de toros. Son alrededor de veinte mil localidades las que llenan el monumental coso que regenta la Casa de Misericordia y que tuvo como modelo la plaza que hizo construir Joselito “El Gallo” cuando decidió no torear en la Maestranza, pero sí en Sevilla. Desde entonces hasta el presente, no se ha dado en la tauromaquia un gesto más contundente de lo que significa “mandar en el toreo”. Mientras que la alegría se expande como la pólvora, La Casa de Misericordia genera sus propios ingresos para el asilo de ancianos que mantiene. Como centro del torbellino: la Feria del Toro, que es una de más rentables de todo el calendario taurino, con llenos de no hay billetes cada día en un espectáculo que trasciende lo puramente taurino porque ver toros en Pamplona es algo así como una discoteca a pleno rendimiento o una batalla de algarabía que no parece tener final. 

Uno de los contrastes más interesantes para el forastero es, sin duda, los dos sectores de la plaza. Mientras que al sol se baten palmas y los mozos viven la fiesta a su modo, ofreciendo el característico colorido que hacen única a Pamplona, en la sombra está el aficionado, la persona que viene a disfrutar del espectáculo. Todos blancos inmaculados mientras que al sol todo se convierte en rojizo oscuro como consecuencia del caldo de tinto en plena ebullición. El señor concejal que preside los festejos va vestido de chaqué y lleva calada una chistera, para darle más protocolo a las corridas generales del abono. Todo cuidado al máximo exponente como plaza de primera según la norma que rige a través del reglamento interno de la Comunidad Foral de Navarra. Y el toro… 

Las ganaderías intentan sacar lo mejor en tipo de la camada para presentarlo en Pamplona. Para un ganadero, lidiar en la capital de Navarra es todo un privilegio, y desde un año antes ya anda cuidando los toros escogidos para llevarlos a los Sanfermines. Toros de fina estampa, rematados desde la penca hasta el hocico. Limpios de pitones, armónicos y en el tipo de cada encaste. Con pecho, badana y con romana. El toro es el gran protagonista de las fiestas de San Fermín. Por las mañanas son famosos los encierros que comienzan en la cuesta de Santo Domingo y que acaban en la plaza de toros, cruzando la manada de toros y cabestros todo el centro histórico de la bonita y vieja Iruña. Plaza del Ayuntamiento, Mercaderes, Estafeta, zona de Telefónica y bajada al callejón son los lugares por donde procesiona el encierro más famoso del mundo. 


Tuve el privilegio de verlos los encierros desde el Belagua, una cafetería situada en plena calle Estafeta, donde Jesús Ibarrola y su familia dejaban entrar cada mañana a este curioso visitante para disfrutar de los escasos segundos que pasan desde que el runrún se convierte en la realidad de los toros corriendo al paso de la cafetería. Los momentos previos al encierro se pueden cortar con un cuchillo como si fuera un denso queso de nata. Los corredores salen de sus guaridas y hacen todo tipo de estiramientos, con el periódico en la mano, con un deseo expreso de que no pase nada y que puedan coger toro para hacer esa carrera limpia con la que todos sueñan hacer algún día. Siempre intentando, siempre soñando hacer la carrera que parece no llegar nunca. En realidad, son muchos los elementos aleatorios que provocan la fugacidad del instante en el que tan sólo esta el toro y el corredor. Los cientos de mozos que corren contigo parecen que no existen hasta que sientes el codo de uno, caes por la acción de intentar sortear a otro que está tendido en el suelo o no encuentras el hueco para hacerte un sitio entre los pitones del morlaco porque ya no cabe nadie más. Entonces es cuando caes en la cuenta de que no corres tú sólo y el abismo de otra mañana finiquitada florece en la realidad inevitable. Cuando el corredor vuelve a la sensación de que debajo de sus pies existe el suelo, ya han pasado los toros con su frenético galope. Pero antes de que lleguen los toros al sitio donde te encuentras la seriedad con la que se miran unos a otros, a sabiendas de que son muchos años de tradición los que llevan a sus espaldas, denota el estado de nerviosismo callado que pulula por los adentros de los que se ponen entre los pitones. No pasa absolutamente nada cuando se escucha, allá por Santo Domingo, el cohete que anuncia que los toros ya han sido arreados por los pastores y que quedan escasos segundos para que se hagan presentes en Estafeta. Es entonces cuando todos pegan saltos para otear en la lejanía de la calle el tumulto blanco de la gente y los jaleos que llevan a su paso los toros que se van a lidiar a la tarde. El electrizante momento cautiva a todos los que observamos por las balconadas el escenario trágico del encierro. Un sesgo frío corta la mañana y un ruido que se eleva en el ambiente cuando los toros llegan a tu altura. Se escapa un bufido que te llega a la boca del estómago y sueles tener la sensación de que la gente chilla enloquecida, pero no llegas a escuchar nada, es como un revoleteo lejano que no logras captar en tu celebro. Crees que ha ocurrido cuando ha pasado todo, pero no pondrías la mano en el fuego por certificar nada. Segundos de emoción y fugacidad tan frágiles como una cristalería de bohemia. Un instante que se escapa como la arena en el puño. 

Capitulo aparte merecen los pastores, que cada mañana entran por el Belagua a tomar el café de antes del encierro. El mostrador se convierte en la tabla de ejercicios para los estiramientos musculares y, de camino, para quemar los nervios previos a la suelta de los toros. Miguel Reta, excelente aficionado y ganadero de reses navarras, Fran Itarte, José Miguel Araiz o Vicente Martínez “Chichipán”, entre otros, son los grandes sabios del encierro. Conducen a la manada de forma admirable, corriendo por detrás y pendientes de que ningún mozo haga recortes o cites que puedan propiciar resabios en los toros. Los que se pasan son castigados con vehemencia por la mano dura que maneja la vara, sin ningún tipo de condescendencia, porque mucha es la responsabilidad de estos hombres respetados por todos y cada uno de los llevan al toro y a Pamplona en el corazón. 

Habría que contar y cantar otras muchas sensaciones vividas en las fiestas navarras, o podría haber dado una aséptica reseña de los festejos vividos con pasión a la vera de Patxi Arrizabalaga y Pepe Agarrado, mentores míos en Navarra. Pero estos han sido los sanfermines vividos in situ. Podría haber escrito otras muchas cosas, pero lo salido de mi pluma escrito está. Ya habrá otros años en los que Dios dirá, si quiere. Espero que cuando se decida a hablar, sea para ponerme en la mano un billete directo para Pamplona. Os puedo dar mi palabra de que le estaré muy agradecido.

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Un blog como nueva forma de Jerezania

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