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lunes, 8 de agosto de 2022

La carretera


Manuel Sotelino

La carretera cruzaba de parte a parte el pequeño poblado. Sí, la carretera. Con un antes y un después delimitado por un comienzo y un fin. El poblado sabía muy bien la importancia que tenía la carretera. Gracias a ella el poblado había crecido y se había transformado en otra cosa más contundente. 

Prácticamente todos los habitantes estaban de alguna forma vinculados a la carretera. La carretera había brindado prosperidad a todos, y todos vivían de ella. Hasta doña Marina, la más anciana de todos los vecinos, que consiguió vivir gracias a la carretera, pues en un principio ocupaba el puesto de señora del registrador de la propiedad. Pero para cuando el registrador de la propiedad decidió transitar de este mundo al otro, doña Marina logró dar el salto al otro arcén y llevó a cabo lo que siempre pensó que era un negocio redondo: abrir una tienda de neumáticos recauchutados. 

Pero además, en el poblado, había gasolineras, tiendas de golosinas para hacer más dulce el viaje de los forasteros, la familia Rupérez, que siempre regentó el hotelito del poblado, y ventas de comidas baratas, taller de capa para un repaso al coche, o el de puestas a punto y control de los niveles del motor. Así que la carretera era tradicionalmente una fuente de riqueza para todos, aunque también de pesadumbre y peligros. 

Como una espada de Damocles, el filo oscuro de la carretera apareció un cinco de mayo de hace ya mucho años. De un tajo seco y violento, la carretera se llevó a Andrés el pastor de cabras. Con él también se fueron hasta ocho de sus cabras, que todo hay que decirlo. Todos los vecinos del pueblo comentaron al día siguiente que aquello había sido una venganza de la carretera contra Andrés, pues fueron muchos los descargos que el famoso cabrero había extendido al Ayuntamiento para que cortaran la carretera de una vez por todas. Sustentaba su criterio en el continuo peligro que el tráfico rodante significaba para sus pobres cabras y sus dos perros pastores —Huracán y Tronío— que todos los días hacían amagos de cruzar la carretera sin prestar la atención debida. Pero lo que Andrés el pastor de cabras desconocía era que tanto un perro como otro tendrían que relamer sus heridas a pie de carretera cuando una hormigonera acabó con la vida de su amo. 

Un día, ocurrió que hubo un accidente a la altura del poblado producida por una fuerte colisión entre dos automóviles. El suceso vino acompañado de vigorosas luces centelleantes que alumbraban el lugar a altas horas de la madrugada. Desde los ventanucos de las casas tan sólo se apreciaban las luces amarillas que se entrelazaban con los azules añil de la Guardia Civil de Tráfico y un extenso papel de celofán para rodear a los heridos, como si fuera una colcha de espejo lánguido o líquido que envolvía todo el sudor, sangre y tristezas. Al fondo se podía apreciar la voz sórdida que da órdenes a través de la emisora de radio instalada en los coches patrulla. Así que para las gentes del poblado no era muy difícil percatarse que la vieja carretera había tenido una mala digestión y había decidido engullirse alguna vida humana. Era la otra cara de la carretera, como un rostro macabro detrás de un regalo envuelto en papel de celofán. 

Pero la carretera también necesitaba de cuidados que no eran intensivos pero que tampoco se podían dejar pasar por alto. Cada cierta fecha, al poblado llegaban los operarios de mantenimiento para asfaltar —si era necesario— o reparar posibles baches o socavones. Uniformados por unos monos de trabajo color amarillo fluorescentes, aquello señores aterrizaban durante unas horas y lograban hasta cortar el tránsito ordinario de vehículos. Una suave mano acariciaba aquella banda gris de asfalto para dejarla más limpia que los chorros del oro. A la caída de la tarde, aparecían otros operarios —esta vez vestidos de naranjas reflectantes— que pintaban rayas continuas o discontinuas así como las recias y blancas líneas de los arcenes. Para las gentes del poblado, aquellos eran como los maquilladores de la carretera. Daban el punto final y remataban el trabajo de mantenimiento. Como estaban tan bien valorados por todos los vecinos —siempre que llegaban era para engalanar y embellecer aún más la carretera— la jornada final de su trabajo se remataba con una pequeña fiesta, donde corría el vino de la tienda de don Eustaquio y las habitaciones del hotelito de los Rupérez estaban a disposición de aquellos “maquilladores maravillosos”. Fruto de aquel frenesí de fiesta y descontención de los denominados bajos instintos, Rodolfo Escámez, funcionario del Ministerio de Fomento que tenía treinta y seis años de edad, sobrepasó el umbral de lo definitivo con Micaela Sarmiento, una jovencita de diecinueve años de edad e hija del secretario del Ayuntamiento de la población, el cual tuvo que dar fe públicamente de que aquel casamiento entre su retoño y el “embellecedor de carreteras” era un ofrecimiento a Dios Nuestro Padre por amor, y no por tener a la espera a un jovencito de nuevo cuño que posteriormente heredaría de su padre el afán y el cariño por delimitar las líneas de los arcenes con un cierto toque de romanticismo artístico. Rodolfo fue feliz con Micaela y Micaela siempre dio una misma respuesta de reciprocidad a su marido. Por eso, pintar la carretera, para las gentes del poblado, era un momento muy importante en el ritmo ordinario de sus vidas. 

Y así fueron sucediéndose los capítulos vitales de la carretera que poco a poco fueron dando vigor y enjundia a la población de forma y manera que llegó un día en el que, como en la teoría del huevo y la gallina, no se supo nunca qué fue primero si la carretera o el poblado. En los viejos anales del lugar jamás se hizo mención a cómo se produjo la concatenación de efectos y causas. De modo que no se supo nunca si aquello fue un poblado construido para dar impulso a la carretera o si, al contrario, fue la carretera un fenómeno posterior que tenía como fin principal unir al poblado con el resto de la civilización “¡Qué más da!” —dijo un día el alcalde. Y así se quedó zanjado aquel asunto. 

Por supuesto que el día de la festividad del pueblo era el de San Cristóbal, patrón de los viajeros y conductores, así que cuando llegaba su festividad el diez de julio, se llegaba incluso a cortar la carretera con la finalidad de que los conductores que pasaran por el viejo poblado se les invitara a tomar una copa que siempre era una exquisita sangría compuesta por frutos del tiempo y el excelente aguardiente que destilaba don Leonardo de sus cepas cargadas de uvas y esencias. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ya no se solía ofrecer sangría a los conductores, pues es contraproducente beber y conducir. A la llegada de la tarde en la pequeña ermita del poblado, se sacaba en una preciosa parihuela decimonónica a un san Cristóbal que era un doncel guapo y apuesto. Se recuerda cómo un año, en plena procesión, San Cristóbal escupió una lágrima viva y brillante como el crisol. Todas las gentes allí congregadas se pusieron de rodillas ante el santo llorante. Aquel fenómeno logró calmar el anárquico tráfico mientras amainaba la tarde. 

Sólo Dios sabe qué signo Divino fue aquel suceso que dejó perplejo a muchas de las gentes que vivían a kilómetros a la redonda. Algunos vecinos lo achacaron a años de lluvias y prosperidad que debían de venir; otros menos optimistas, pensaron que aquello tenía un significado de final opaco. Exactamente doce meses después de aquel fenómeno, la carretera se había convertido en una pista de aterrizaje de aviones civiles y militares. Las casas estaban vacías y el hotelito de los Rupérez deshabitado y melancólico como el tronco de un árbol seco. La carretera seguía viva y un poco asolada, aguantando los envites de aquellos buitres de hierro que golpeaban sin rubor el asfalto tan cuidado y bien pintado de otros tiempos. Aquello sucedió hace ya muchos años. Y nadie supo nunca qué fue primero: si el pequeño poblado o la carretea.

domingo, 7 de agosto de 2022

Daniel Luque sembró de torería la plaza de El Puerto de Santa María

Daniel Luque a hombros en El Puerto - Foto Circuitos Taurinos

El torero de Gerena sale a hombros tras cuajar una gran faena y cortar dos orejas a un 'cuvillo' de vuelta al ruedo muy discutida. Morante y Roca Rey, de vacío

sábado, 6 de agosto de 2022

Desafío ganadero en la plaza de El Puerto solo para buenos aficionados



  • Manuel Escribano cortó tres orejas y salió a hombros, junto con Alejandro Morilla, en El Puerto de Santa María. 
  • Morilla estuvo a la altura y Rubén Pinar tuvo el peor lote

Ganadería.- Tres toros de Celestino Cuadri y tres de Adolfo Martín, estos en los lugares pares, muy bien presentados todos, pero de mejor y más encastado juego los de Adolfo Martín destacando el segundo de la tarde de mucha calidad y el cuarto, "Baratero", de 545 kilos, que fue premiado con la vuelta al ruedo en el arrastre. A los de Cuadri, muy voluminosos, les faltó fondo excepto el quinto que fue el mejor de los tres lidiados.

Manuel Escribano, de grana y oro: oreja y dos orejas.

Alejandro Morilla, de blanco y plata: oreja en ambos.

Rubén Pinar, de azul pavo y oro: silencio y ovación.

Incidencias.- Menos de un cuarto de entrada en los tendidos en tarde agradable. Saludaron tras banderillear Antonio Ocaña, Francisco Javier Ramos y Ángel Otero saludaron en banderillas.

lunes, 1 de agosto de 2022

La casta que le faltó a La Quinta la pusieron El Juli y Talavante

Talavante y El Juli a hombros - Foto Circuitos Taurinos.


Julián López "El Juli" y Alejandro Talavante salieron este domingo triunfadores en El Puerto de Santa María tras cortar tres y dos orejas, respectivamente, y salvar así la tarde "torista" en la que solo un toro -de vuelta al ruedo- rehuyó la quema ganadera de La Quinta

domingo, 31 de julio de 2022

Daniel Luque triunfa ante una mansada de Garcigrande en El Puerto

Daniel Luque saliendo por la puerta grande de El Puerto.


El diestro sevillano cortó tres orejas en el primer festejo de la temporada portuense. Morante y El Juli, de vacío

miércoles, 20 de julio de 2022

Raúl Capdevila, nuevo presidente de la plaza de toros de El Puerto


El aficionado y empresario Raúl Capdevila será quien presida las corridas de toros en El Puerto de Santa María sustituyendo a Rafael Comino que ha venido haciendo las funciones en los últimos años. La delegación del Gobierno de la Junta de Andalucía hará público este nombramiento en próximas fechas.

Capdevila alternará los festejos, muy probablemente, con Rafael Carrero durante toda la temporada taurina que se celebrará en el coso portuense en un serial que este año ha presentado unas combinaciones muy interesantes y, sobre todo, con la recuperación de varios festejos tras dos años en los que el número de espectáculos ha bajado considerablemente.

Rafael Comino deja de esta forma la presidencia de la plaza de toros de El Puerto muy posiblemente por los problemas que ya sufrió el pasado año y que le impidió poder presidir una de las corridas previstas.

jueves, 7 de julio de 2022

Breve reseña de unos Sanfermines vividos en 2005

Pisar por primera vez el coso de Pamplona fue como entrar en una discoteca a la hora punta o dar el parte de guerra en medio de un fuego cruzado. La algarabía que ambientaba la corrida de toros entraba dentro de lo genérico entre los nativos del lugar, pero al visitante que llegaba con la hora encajada en el trasero –como era mi caso- el espectáculo visual se hacía indescriptible. Las peñas daban lo mejor de sí mismas mientras que ríos de tinto encharcaban las andanadas cayendo en catarata de alegría y cánticos por los tendidos soleados. Todo color, todo ruido y todo envuelto en un movimiento arrítmico y no por ello menos bello. Sonaban las trompetas de las peñas y los tambores se cruzaban entre el desconcertante baile de los mozos que no paraban de saltar y brindar por San Fermín. La fiesta, como dijo Hemingway, había explotado con el chupinazo del día seis y aún quedaban cinco jornadas de fuertes sensaciones por delante. 

La capital de Navarra siempre se ha distinguido por su particular forma de entender las corridas de toros. Son alrededor de veinte mil localidades las que llenan el monumental coso que regenta la Casa de Misericordia y que tuvo como modelo la plaza que hizo construir Joselito “El Gallo” cuando decidió no torear en la Maestranza, pero sí en Sevilla. Desde entonces hasta el presente, no se ha dado en la tauromaquia un gesto más contundente de lo que significa “mandar en el toreo”. Mientras que la alegría se expande como la pólvora, La Casa de Misericordia genera sus propios ingresos para el asilo de ancianos que mantiene. Como centro del torbellino: la Feria del Toro, que es una de más rentables de todo el calendario taurino, con llenos de no hay billetes cada día en un espectáculo que trasciende lo puramente taurino porque ver toros en Pamplona es algo así como una discoteca a pleno rendimiento o una batalla de algarabía que no parece tener final. 

Uno de los contrastes más interesantes para el forastero es, sin duda, los dos sectores de la plaza. Mientras que al sol se baten palmas y los mozos viven la fiesta a su modo, ofreciendo el característico colorido que hacen única a Pamplona, en la sombra está el aficionado, la persona que viene a disfrutar del espectáculo. Todos blancos inmaculados mientras que al sol todo se convierte en rojizo oscuro como consecuencia del caldo de tinto en plena ebullición. El señor concejal que preside los festejos va vestido de chaqué y lleva calada una chistera, para darle más protocolo a las corridas generales del abono. Todo cuidado al máximo exponente como plaza de primera según la norma que rige a través del reglamento interno de la Comunidad Foral de Navarra. Y el toro… 

Las ganaderías intentan sacar lo mejor en tipo de la camada para presentarlo en Pamplona. Para un ganadero, lidiar en la capital de Navarra es todo un privilegio, y desde un año antes ya anda cuidando los toros escogidos para llevarlos a los Sanfermines. Toros de fina estampa, rematados desde la penca hasta el hocico. Limpios de pitones, armónicos y en el tipo de cada encaste. Con pecho, badana y con romana. El toro es el gran protagonista de las fiestas de San Fermín. Por las mañanas son famosos los encierros que comienzan en la cuesta de Santo Domingo y que acaban en la plaza de toros, cruzando la manada de toros y cabestros todo el centro histórico de la bonita y vieja Iruña. Plaza del Ayuntamiento, Mercaderes, Estafeta, zona de Telefónica y bajada al callejón son los lugares por donde procesiona el encierro más famoso del mundo. 


Tuve el privilegio de verlos los encierros desde el Belagua, una cafetería situada en plena calle Estafeta, donde Jesús Ibarrola y su familia dejaban entrar cada mañana a este curioso visitante para disfrutar de los escasos segundos que pasan desde que el runrún se convierte en la realidad de los toros corriendo al paso de la cafetería. Los momentos previos al encierro se pueden cortar con un cuchillo como si fuera un denso queso de nata. Los corredores salen de sus guaridas y hacen todo tipo de estiramientos, con el periódico en la mano, con un deseo expreso de que no pase nada y que puedan coger toro para hacer esa carrera limpia con la que todos sueñan hacer algún día. Siempre intentando, siempre soñando hacer la carrera que parece no llegar nunca. En realidad, son muchos los elementos aleatorios que provocan la fugacidad del instante en el que tan sólo esta el toro y el corredor. Los cientos de mozos que corren contigo parecen que no existen hasta que sientes el codo de uno, caes por la acción de intentar sortear a otro que está tendido en el suelo o no encuentras el hueco para hacerte un sitio entre los pitones del morlaco porque ya no cabe nadie más. Entonces es cuando caes en la cuenta de que no corres tú sólo y el abismo de otra mañana finiquitada florece en la realidad inevitable. Cuando el corredor vuelve a la sensación de que debajo de sus pies existe el suelo, ya han pasado los toros con su frenético galope. Pero antes de que lleguen los toros al sitio donde te encuentras la seriedad con la que se miran unos a otros, a sabiendas de que son muchos años de tradición los que llevan a sus espaldas, denota el estado de nerviosismo callado que pulula por los adentros de los que se ponen entre los pitones. No pasa absolutamente nada cuando se escucha, allá por Santo Domingo, el cohete que anuncia que los toros ya han sido arreados por los pastores y que quedan escasos segundos para que se hagan presentes en Estafeta. Es entonces cuando todos pegan saltos para otear en la lejanía de la calle el tumulto blanco de la gente y los jaleos que llevan a su paso los toros que se van a lidiar a la tarde. El electrizante momento cautiva a todos los que observamos por las balconadas el escenario trágico del encierro. Un sesgo frío corta la mañana y un ruido que se eleva en el ambiente cuando los toros llegan a tu altura. Se escapa un bufido que te llega a la boca del estómago y sueles tener la sensación de que la gente chilla enloquecida, pero no llegas a escuchar nada, es como un revoleteo lejano que no logras captar en tu celebro. Crees que ha ocurrido cuando ha pasado todo, pero no pondrías la mano en el fuego por certificar nada. Segundos de emoción y fugacidad tan frágiles como una cristalería de bohemia. Un instante que se escapa como la arena en el puño. 

Capitulo aparte merecen los pastores, que cada mañana entran por el Belagua a tomar el café de antes del encierro. El mostrador se convierte en la tabla de ejercicios para los estiramientos musculares y, de camino, para quemar los nervios previos a la suelta de los toros. Miguel Reta, excelente aficionado y ganadero de reses navarras, Fran Itarte, José Miguel Araiz o Vicente Martínez “Chichipán”, entre otros, son los grandes sabios del encierro. Conducen a la manada de forma admirable, corriendo por detrás y pendientes de que ningún mozo haga recortes o cites que puedan propiciar resabios en los toros. Los que se pasan son castigados con vehemencia por la mano dura que maneja la vara, sin ningún tipo de condescendencia, porque mucha es la responsabilidad de estos hombres respetados por todos y cada uno de los llevan al toro y a Pamplona en el corazón. 

Habría que contar y cantar otras muchas sensaciones vividas en las fiestas navarras, o podría haber dado una aséptica reseña de los festejos vividos con pasión a la vera de Patxi Arrizabalaga y Pepe Agarrado, mentores míos en Navarra. Pero estos han sido los sanfermines vividos in situ. Podría haber escrito otras muchas cosas, pero lo salido de mi pluma escrito está. Ya habrá otros años en los que Dios dirá, si quiere. Espero que cuando se decida a hablar, sea para ponerme en la mano un billete directo para Pamplona. Os puedo dar mi palabra de que le estaré muy agradecido.

Sobre este blog

Un blog como nueva forma de Jerezania

  Después de haberle dado algunas vueltas a la cabeza llego a la conclusión de poner fin a lo que ha sido una web que he mantenido durante a...